sábado, 4 de junio de 2011

Los Hermanos Casablanca, la precuela de Despertar. Capitulo uno.


La Saga de los hermanos Casablanca es la precuela de la Saga Despertar.
Se llama precuelaprotosecuela o, más raramente, presecuela a una obra, ya sea una películahistorietaserie de televisiónvideojuegonovela, etc.,cuya referencia cronológica se sitúa en el pasado, generalmente desvelando las causas o los orígenes del argumento de la primera entrega


*





—Bien, esto esta siendo… —me decía aquella escuálida mujer— ¡ouch! Sí, mierda ¡esta siendo doloroso!

—Oye —despegué mis colmillos de su suave cuello, yo diría… no tan virginal— jamás dije que no dolería.

¿Ven a los problemas que debo enfrentarme día a día de inmortalidad?
Ok, ellas creen que las engaño, pero hombre, ciertamente no lo hago. Así que le ordené sin más, que cierre su maldito pico, si seguía hablando —cosa que era muy probable, ya que las prostitutas no calificaban por sumisas y silenciosas, aunque oigan, ciertamente deberían serlo, ¡les estaba pagando para tener sexo, no para hablar!— como venía diciendo, si seguía hablando… iba a tener que matarla, así como mueren los desgraciados, con la nuca dislocada y algunas extremidades siguiendo el mismo paso indefectible de una muerte algo así como lo que todos llamaríamos, o mejor dicho, corrección, yo llamaría «sumamente dolorosa e indigna»
Pues bien ¿ahora me entienden? Desde luego, tendrían que hacerlo. Porque yo no estoy loco, y déjenme decirles, querido publico despreciable: aquella mujer, que si de algo sirve o aporta algo, olía a whisky y vicio, estaba sacándome de las casillas, de las jodidas casillas que me mantenían enjaulado como león al asecho, aunque, si me lo permiten, el termino felino me agrada más. No por nada en particular, puesto que no me considero zoofilico, más bien, voy a hacer uso de un termino que me excita hasta desangrar —ja, ja— «necromántico» a ver, quién me juzgue por lo contrario estaría metido en serios problemas. ¡Yo también pongo mi cuota de romance! A ver, ¡estoy acariciando a esta prostituta! ¡No estoy tratándola mal! ¿O sí? Bueno, un poco, pero repito, esta en particular hablaba demasiado.
Ya me estaba cansando, y no digo sólo la mujer en cuestión que no dejaba de parlotear e inclusive mientras la mordía, no paraba de relajos tales como «¡oh por Dios, los vampiros existen!» hablo de todo en general, de estos cabarets que únicamente albergan a mujeres que rozaban los treinta y largos, me refiero más específicamente a la calidad de vida que llevaban. Su sangre apestaba, pero en antros como estos, en los cuales tenía que llegar como cualquier cliente que reclama un poco de sexo —y no crean que me privo de eso, con la diferencia que yo no pago— me sentía bien.
Cuanto más fuerte estaba la música para que aquellas mujerzuelas bailen al ritmo de «¡así perra! ¡Si mi mujer bailara como tú el sueldo iría derecho a casa!» más cómodo me sentía. Es decir, estaba en mi hábitat natural —tragos, alcohol, vicio, humo, sexo— sólo que yo corría con una ventaja (vivía por siempre, y si me preguntan —aunque claro, tampoco es que lo diría—, puedo escapar de las sirenas policiales que vienen a llevarse a algunos cuando hay denuncias sobre corrupción de menores) cosa que, dejen discernir mis queridos lectores, aquí no había nada sobre corrupción de menores o abuso infantil, de hecho, si alguna vez me permitieran ser testigo, podría asegurar lo contrario: éste lugar estaba lleno, como dije anteriormente, de mujeres adultas, putas que zarandeaban sus cuerpos si antes ponías un billete entre la ropa interior y sus caderas.
Hubiese deseado con todas mis fuerzas —y es enserio, son muchas— que alguna vez en la vida, aunque sea una sola oportunidad, estos lugares, llámese burdeles en estado de extinción (los de antes eran mejores ¡que viejo me estoy poniendo!) albergaran alguna ninfula menor de edad, ¡vamos, para el tío Andrés el Perverso! Alguna jovencita capaz de sentarse en mis piernas y moverse un poco, mientras mis manos jugaban con sus púdicos cuerpecitos en época de desarrollo. ¿Ven como Andrés el Humilde se conforma con tan poco? No necesito de una mujer superdesarrollada, al fin y al cavo por más superpoderes que lleguen a tener, me bastaría con drenarle el cuerpo e incendiar sus restos, lo que siempre llamé el saco de cuero, la caparazón, el despreciable escudo humano que los hace creerse que tienen una vida y terminan siendo tan pútridos como el resto, tan lleno de nada, inertes. Y como si fuese poco, luego de unos años se ponen arrugados y olorosos, como los viejos con ese olor horrendo a tierra, a muerte. Porque déjenme decirles una segunda cosa, yo soy la muerte, y no huelo tan mal.
Estaba bien, ¡oh si que lo estaba! Bueno, si por bien se llamara estar casi de rodillas apoyado sobre una mujer que apenas tenía fuerzas en el cuerpo para permitir mi ligero peso, suave como una pluma —a veces— y totalmente abrasador, como trataba de serlo ahora, y ¡por un demonio! No podía.
Yo quería pasión, brutalidad, fuego, sin embargo, Ginger, como me dijo que se llamaba aquella prostituta, prácticamente no tenía vitalidad para manejar su cuerpo —pero nada tenía que ver el hecho que yo mismo lo este absorbiendo por mis labios— si esa mujer no era anímica… bueno, estaría en serios problemas, su salud no andaba bien, cuando dije que la sangre que llevaba bajo sus venas apestaba, quise decir realmente apestaba.
No creo que esto difiera en la relación Yo Andrés y Tú Lector, pero para que lo sepan y luego no se lo cuente otro —¿la gente es mala y comenta?— hace largos años he aprendido que permitirse elegir la presa no esta mal. Más cuando en los primeros años de conversión (¡que bien la pasábamos en aquel entonces!) cometí la estupidez de morder a un rezagado de la fiebre amarilla, un ¿sobreviviente? Es irónico puesto que se salvó de eso y murió cuando corté cada extremidad de su cuerpo —los detalles me los reservo por si hay algún lector sensible— y lo dejé desangrar boca abajo colgado, mientras yo montaba una buena obra de teatro en casa, de títeres ¿pueden creerlo? Fue de lo más divertido, porque los titiriteros que venían a entretenerme tenían más miedo que el hombre que pendía de apenas unas sogas anudadas con mi torpemente tarea como Boy scout. Yo no quería que interpretaran Drácula, yo quería que con sus títeres de mierda hagan algo más… sexual. Oigan, no piensen que soy un pervertido (lo soy) es que, me daba gracia, ver dos pequeños hombrecitos de trapo era desopilante. Ridículo, incluso bizarro, y yo amo lo bizarro.
¡Pero claro! Parece que nadie quiere divertir al pequeño Andresito, me di cuenta después que en tres segundos —contados, juro que tomé el tiempo— despedacé sus cuerpos. Era tal la impotencia que sentía cuando las manos de los titiriteros comenzaban a temblar, haciendo que sus pequeños no actuaran como a mí me gustaba, que me cansé. Me estaban tomando el pelo, estaban haciéndome sentir un idiota (y eso sería lo de menos) y por sobretodo, me estaban aburriendo. Cuando bostecé por segunda vez —porque les dí una segunda chance, sólo para que luego no digan que soy un cretino— me dije que eso no podía continuar de ese modo y bueno… hice lo que tenía que hacer.
Los maté ¿me creerían si se los digo así? Y no tomé ni un sorbo de su sangre, porque me habían fastidiado de tal manera que estaba seguro que, si ingería de sus miserables cuerpos, me aburriría hasta producirme jaqueca. No pueden negar que ustedes también hubiesen pensado algo así, es decir, los hombres eran realmente aburridos, aquella obra de teatro de mierda que intentaron hacer, según ellos, para complacerme, mientras el otro lloraba como maricón, era desgastante, aburrida y trillada (e incomplaciente, rebuscada, estúpida) entre otros adjetivos (des) calificativos que podría haber implementado, pero si lo hacía iba a ser demasiado… a ver, bastante con que haya dejado un par de familias sin esposo, padre, tío, tampoco podía sobrepasarme ¡pues yo tengo mis propios limites también! Así que me limité a matarlos y ya. Ellos mismos debían de saber cuan miserables eran como para que yo también se los haga saber, y mi mejor demostración de amor fue haberlos matado. Mi mejor demostración de amor en nombre del buen gusto fue haberlos silenciado… para siempre, enserio.
Es por eso que pienso —lo hago muy seguido, cuando estoy aburrido como ahora por ejemplo, en el momento que ni una prostituta me da el placer necesario— que mujeres como estas, a la cual le estaba absorbiendo hasta lo último que tenía en aquel horrible envase llamado cuerpo, no deberían ejercer la profesión más antigua, la de la prostitución.
¿Yo estoy mal o todo este maldito mundo lo esta? Se supone que ellas están a nuestro servicio, se supone que deberían trabajar adecuadamente, se supone que al menos, tendrían que tener un poco de gracia.  Bien, Ginger, la desgarbada y desagradable Ginger (que nombre más horrendo por Dios) no estaba haciendo su trabajo, y Andrés se estaba enojando. El tío Andrés se enoja muy seguido, me dije a mí mismo antes de perder el control.
— ¿Esto es un sueño verdad? —preguntó la muy estupida.
Me enervé sobre mí mismo, creo que la mirada que le dediqué no habrá sido de las más agradables, no a juzgar por sus ojos, que se ensancharon, y con las últimas fuerzas que aquel detestable cuerpo sostenía, intentó apartarse, y digo intentó porque no se lo permití, tal vez se lo dejé claro cuando hinqué uno de mis colmillos más abajo llegando a su clavícula arrastrándola a mí y le dije:
—Cariño, nunca soñarías algo tan bueno como yo. Tu imaginación es más bien obtusa.
— ¿Vas a matarme?
— ¿Qué comes que adivinas?
—Por favor… no lo hagas, acaso… ¿acaso tú no tienes hijos?
— ¿Y tú sí? ¡Dios Santo! —era increíble como podía exclamar en nombre de Dios, a mí particularmente me daba gracia— las mujeres con hijos deben excluirse de la prostitución, digo, no estas en el mejor estado físico después de haber tenido unos cuantos bastardos que lloran, comen y van al baño ¿o sí?
— ¡Suéltame o llamaré a seguridad!
— ¿Seguridad? ¿Esos que me comí antes de entrar? —aunque no lo puedan llegar a creer, tenía hambre y sucumbí ante esos dos hombres que cortejaban las puertas de las pseudo habitaciones en las que las mujeres trabajaban con sus clientes, pero que bueno que lo hice, uno menos a quien controlar mentalmente cuando tenga que salir de este agujero.
A estas alturas, mi lector podrá entender que no se necesitaba de mucho para hastiar al tan fácilmente hastiable Andrés Casablanca, ni agregar nada más cuando pienso en la fatídica inversión poco agradable que estaba haciendo en estos momentos (¡mierda, no me gusta perder el tiempo!) cuando pensé inexorablemente que hubiese querido pegarme un tiro —y es literal— si hubiese pagado esos veinte dólares que el lugar pedía para tener un encuentro cercano con la bailarina que más le llame la atención al caballero, citando textualmente lo que te decía el hombre con cara socarrona de la entrada, a quién debo avisar desde ahora, en cuanto salga tendré una charla hombre a hombre en la cual desnucarlo tomándolo con dos de mis finas —y únicas— manos es la acción última que verá antes de encontrarse con la muerte (¡hola cariño, aquí estoy!)
Gracias a Dios —que no creo en él— y tengo el suficiente autoestima para no pagar por cosas desagradables, como lo era esta mujer que apenas podía cumplir con su trabajo en la cama.
De todas formas, deténganse ahí, no vaya a pensar que jamás he pagado por cosas que tomo, generalmente lo hago, estas son las pocas veces que no, y me han encontrado infragante. Ok, seré sincero, quizás fueron unas dos, tres, quizá tal vez cuatro —y cinco, seis, siete— las veces que me he ido sin pagar.
¿En qué estábamos? Ah sí.
— ¿Puedes quedarte quieta? No sabes cuan molesto es que tu comida se mueve cuando tratas de digerirla.
—Eso es porque yo no debería ser tu comida, ¡cerdo! —y este fue el momento en el cual volvía a hacer berrinches propios de una niña de primer año de secundaria. Para convivir con estos dramas, era mejor que me busque alguna de esas, al menos serían vírgenes, y como tales, olerían mejor.
—Eso es porque eres una idiota, mujer —juro que no quise ser malo, conté hasta diez como me dijo uno de mis analistas la semana pasada antes de enojarme y quemar su estudio con él y algunos pacientes más adentro, pero aquella bastarda me enfureció, ya no soportaba su hedor un solo segundo más— pudiste haber sido muy afortunada, pero ya tenías que cagarla.
— ¿Qué quieres decir con eso? —me preguntó con temblor en su voz.
— ¿Quieres averiguarlo?
Al fin me liberé de la muy cretina, mujeres así no deberían existir, enserio, son las de esta clase las que engañan a sus maridos adjudicándose virtudes que no tienen, para que de buenas a primeras terminen engañándote hasta con el sodero y un día llegues a tu casa y encuentres a tus hijos ahogados en la tina de baño. 
No estaba de ánimos para prender una cerilla e incendiar el lugar, en definitiva no tenía por que ser tan cruel, al menos hasta llegar al extremo de dejar sin trabajo a tantas otras mujeres más complacientes —como por ejemplo la de nacionalidad rusa, rubia y delgada que era la más abierta a probar cosas extrañas como yo te muerdo tú te agachas— ¿hará falta explicar esa última parte? Supongo que con una mayoría media de edad o habiendo descubierto a tus padres en situaciones incómodas no hace falta que lo haga. Al fin de cuentas «sexo oral» no es mala palabra y mucha gente hasta las practica en grupo—.
O tal vez a la morena con ojos color miel, ¿raro verdad? Me hubiese gustado más con ojos claros, tal vez hasta hubiese sido más cortes a la hora de morder, ¡pero que va! Hasta me resultó de lo más simpática. Entonces no, mi morena no debía morir, no ella. Ahora lo gracioso, en una oportunidad la crucé en la calle, era una avenida poco transitada y allí estaba, todavía no recuerdo el nombre y las últimas tres veces que vine a este antro no estaba, pero me causaba ternura e inclusive un poco de compasión, tendría —mejor dicho, tiene, aún no la he matado, ja— unos veinti largos años, el cabello lacio hasta la cintura y una sonrisa que no me hace creer ni por casualidad que ser prostituta sea su única opción, más bien admito que quizá me guste un poco porque, al fin y al cavo, mi cabeza me obliga a creer que la muy perra lo hace por placer más que por necesidad. Lo cual ¿qué tendría de malo? Pues nada hombre, hasta le haría un monumento, y si alguna vez me lo pidiera hasta aceptaría salir a cenar con ella sin hincarle el diente — ¿podría olvidar eso último o hacer una corrección con liquid papper para poner «salir con ella e hincarle el diente solo una vez y prometer no hacerle (tanto) daño»? — Sí, así esta mucho mejor.
En fin, ya estaba obnubilando mucho mis recuerdos como para seguir en la escena del crimen —jaja— un segundo más. Esta bien que no hay forma de que mis huellas dactilares estén en la base de un juzgado, así que por esas cosas no me preocupo abiertamente, sólo con mi saliva curativa regenerar el pedazo de piel mordida y dado que esta pequeña bastarda no tiene muchas de mis preciosas marcas me iba a ser completamente fácil. No es que la haya disfrutado mucho, de ser una que en verdad me gustara me generaría un serio problema, puesto que tiendo a morderlas demasiado (mmm ¡que rico!) y me lleva más tiempo curarlas. Si me gustan no las mato, digo, si su sangre es exquisita hasta puedo dejarlas un rato más con vida para divertirme, además me da tiempo a pensar hasta en un pseudo velatorio adecuado y hacer, directamente, desaparecer el cuerpo de la faz de la Tierra.
Pues estaba siendo rápido, mordida borrada, puta olvidada. Tan sencillo como eso.
Ahora, próxima estación: departamento de Benjamín. El muy bastardo siempre me esperaba con su buena despensa de sangre, ahora que se había decidido a ser un hombre de ley, con todas las letras. Me daba gracia verle, siempre era un placer contemplar a mi hermanito mayor con esa cara de transito lento que lo caracterizaba desde hacia unos meses, cuando él mismo podía sentir el aroma de mi piel tan impregnado por la sangre fresca a treinta y siete grados centígrados, mientras él, muy flojo de su parte, se conformaba con una pequeña y miserable bolsa de sangre empaquetada, fría y sosa. 

*

—No, definitivamente no —le dije a modo de rechazo, pero ella seguía insistiendo en el asunto.
Galadriel no era una mujer difícil de llevar, pero cuando se le metía algo en la cabeza podía sacarte de quicio. Intenté evitar mil veces una situación como esta, pero me la veía venir ¡por mil demonios que me la veía venir!
Gala se había convertido en mi mejor amiga, allá lejos en los años cuando la conocí y bailábamos finas piezas musicales en la época de regencia, ¡uff ¡ ella lucía tan bella durante el romanticismo. Ya sabemos como el romanticismo fue un modo evasivo a la realidad, pero no del tipo enfermo, vamos, tú sabes. Las orquestas podían ser realmente exquisitas si te interesabas en la música, pero a diferencia de cualquier oído experto, yo prefería verla bailar, mientras ella agitaba sus largos vestidos pegados al cuerpo, denotando su esbelta cintura y sus gráciles movimientos.
Yo conocía a Beethoven, mientras ella, mucho más instruida que yo claro esta, me deleitaba con todo su saber mientras hablaba enfáticamente sobre Shubert, Brahms, Mendelssohn, y un montón más que, créanme, jamás memoricé o simplemente no me interesó del todo, tan sólo deseaba verla bailar… una vez más.
Recuerdo todavía la noche que la conocí. Quizás el día más interesante de mi vida, puesto que hasta ese momento no había tenido la oportunidad de conocer sobre los valores que un amigo puede inculcarte.
Me preparaba para una velada completamente aburrida cuando Andrés me dijo que su amigo Franco —un cretino del que hablaré luego— lo invitó a su Abadía para celebrar la conversión de la supuesta mujer de su vida, y frunzo el ceño mientras lo recuerdo, porque también se como terminó esa pobre mujer: atada a una piedra pesada y tirada al río más cercano de aquella estancia cuando él sencillamente se hastió de su presencia. Demás esta decir que no hubo tal conversión, porque se encargó de dejarla disponible para una noche que el hambre lo atacó y decidió al fin dar por terminada la vida de la pobre. Pero como decía, habrá tiempo para hacer mi descargo personal sobre los pensamientos que trato de evadir ahora mismo para no manchar un buen relato de amistad a continuación.
Cuando llegué a aquella Abadía a regañadientes, muchos vampiros aledaños estaban allí, y bueno, entre ellos, Gala. Sobresalía de la multitud por un simple motivo: podía reconocer las hartas caras de aburrimiento y descortesía camufladas por hartas caras de diversión y amabilidad de la mayoría de los vampiros que presenciaron la velada. Sin embargo ella… ¡hombre, juro que pensé que era humana! Lo que me hizo darme cuenta fue verla beber de un vaso que supuse que el vino tinto no era precisamente el contenido, y unos colmillitos saliendo hacia fuera con total amabilidad mientras bebía de su copa.
Esta bien, demasiado cursi, pero fue amistad a primera vista cuando me enseñó sus dotes como pianista. Se que estoy un poco viejo y los siglos pasan para todos cuando vivimos un estupido caso de inmortalidad, por eso cabe resaltar que en épocas de regencia tocar el piano e inclusive cantar o simplemente sentarse a leer a un costado cuando las altas horas de la noche anunciaban la partida de otro día, dándole así, una formal bienvenida al amanecer, eran cosas comunes de las que disfrutábamos.
Andrés por supuesto estuvo haciéndose el galán toda la noche con las amigas humanas de la supuesta futura mujer de Franco, pero al ser su amigo procuró dejarlas con vida, hasta el punto de llegar a ser cortes —madre mía eso sí que era bien raro— y una vez que tomaba un poco de ellas (o mejor dicho, bebía) pasaba su lengua suavemente para que las cicatrices sanaran al instante ponzoña de por medio, y las hacía olvidar.
Si tuviese que seguir contándoles sobre Gala (joder, podría estar horas haciéndolo) no tendría sentido si no advirtiera al que me lee lo preocupado que estaba por mi hermano menor. Y una cosa tenía terriblemente que ver con la otra, puesto que desde que observé la fascinación por la humanidad que Gala demostraba se me ocurrió el genial plan de emparejarlos. El quid de la cuestión era sin más, la salud mental de la mujer. Yo entendía a la perfección que Andrés era un buen partido, bueno… tal vez habría que corregir un par de cosas, o más bien, pongamos una etiqueta para esas cosas, esas correcciones que deberían efectuarse serían más bien hábitos.
No, no me equivoco cuando digo que Andrés no es un mal hombre, esta un poco desviado y perturbado, me gustaría encontrar el punto débil para poder trabajar sobre él y ayudarlo, últimamente andaba muy perdido, demasiado.
Después de esa grata velada que me hizo conocer a Galadriel Attaway, tal como dijo que se apellidaba, sumamente inglesa y con bastantes años por delante de mí, al menos como vampiresa, porque en apariencia era apenas una adolescente, nos seguimos viendo y dábamos largas caminatas por el campo donde vivía muy apartada del reflujo del gentío en las grandes ciudades.
Me acuerdo como si hubiese pasado hace un rato la segunda vez que nos vimos, ella venía con su damisela, apenas unos años más grande que ella, como chaperona, ¡menuda gracia me causaba! ¿Necesitaban chaperones, las vampiresas como Gala? Sin embargo caminamos por el borde de una laguna que poseía bastantes árboles con frutos del bosque, brindando color a todo el paisaje que teníamos frente. Ella agitaba su suave melena con bucles dorados ensamblados a tal perfección que quedaban recogidos en una alta cola de caballo con una peineta en el centro de la parte trasera, su cara iba al descubierto y se notaba el dedo índice y el pulgar en sus mejillas, a esas alturas yo conocía muy bien como ellas mismas o sus criadas apretaban para darle un poco de color. Bien, Galadriel lo necesitaba, no quiero decir que alguna vez me haya desagradado la falta de color en su suave y tersa piel albina, éramos vampiros, era algo común, como si un chino viviese en China y se asombrara de ver miles de hombres, mujeres y niños con los ojos achinados.
Lo que no era común era ver a una mujer de su clase haciendo largas caminatas, más bien pedían sus finos carruajes para dar paseos, pero como dije y si no lo dije lo haré ahora: ella no era como todas. Y para serles sincero, no creo que ni en el mundo humano, sobrehumano u animal haya otra igual, con esa simpatía y humildad que daba espasmos de alegría.

— ¿Se encuentra bien caminando? ¿Desea que paremos? —pregunté por simple cortesía.
Puede tutearme señor Whitehouse, no me mofaré —pidió.
—Claro, lo había olvidado, discúlpame.
Seguimos caminando, nosotros dos no tendríamos problemas, pero quizá… bueno, su doncella era humana. Teníamos que hacer al menos una parada.
—Deberíamos descansar un poco, vamos, al fin de cuenta somos simples mortales —me codeó suavemente y guiñó el ojo. Entendí su chiste a la perfección.
Muchos pueden pensar que en aquella época, que una dama haga algo así con un caballero sería merito de un descarado flirteo, pero no, puedo asegurarles lo contrario. Galadriel no buscaba coquetear, su espíritu libre era así, parecía una niña… sigue pareciéndolo y eso me enternece terriblemente.
Su doncella aparcó con su diminuto cuerpo a un costado, al mismo tiempo que nos alcanzaba un cuenco de paja con algunas frutas dentro, de las que pude reconocer unos cerezos llamativos, y manzanas, las preferidas de Galadriel.
Cuando me había confesado entre risas que la comida mortal seguía pareciéndole sumamente deliciosa, no pude creerlo, por lo cual también intenté comer algo a pesar que hacía muchísimo tiempo no lo hacía, pero no fue una de las mejores elecciones, puesto que me costó bastante acostumbrarme nuevamente. El sabor era soso, como comer tierra, me disgustaba. Pero verle los pozuelos de la cara festejar mientras lo hacía era la única satisfacción que necesitaba para acompañarla.
— ¿Sabes? —Se dirigió hacia mí mientras le daba un mordisco a su fruta— lo bueno de Savannah, es que no molesta mucho —Savannah era su criada, la doncella que nos seguía hacia todas partes.
Y era cierto, la mujer estaba a unos diez metros nuestros, recortando flores silvestres con las manos, que se dispersaban en muchos colores indefinidos que hasta el día de hoy me cuesta recordar, por todo el lugar. En la actualidad cuando reviso mi ropa vieja, me encuentro llevándome a la nariz para sentir súbitamente aquel aroma a viento y a cielo anunciando una tormenta cercana todavía persistente en la prenda.
Cuando nos disponíamos a levantarnos para seguir recorriendo el lugar, que ella estaba enseñándome —cercano a la residencia de Franco, dónde nos habíamos movido ese último tiempo a pedido de Andrés, para así, según él, reforzar lasos de amistad con otra persona que no sea yo— que lo vi aproximarse.
Venía cabalgando un caballo fuerte y voluptuoso. Todavía me pregunto como hacía el muy desgraciado para estar sobre el animal y no desear hincarle el diente cuando sentía como los músculos de este se contraía al hacer el esfuerzo de avanzar a toda velocidad. Supongo, al fin de cuentas, que el mismo que estaba haciendo yo en ese instante para no pedirle a Galadriel que me brindara un poco de su acompañante, sumamente humana.
Mi nueva y desde ese entonces mejor amiga ya lo conocía, claro que la noche anterior habíamos estado todos juntos en la fiesta de Franco, y a pesar de mis tal vez notables intenciones de presentárselo no tuve la oportunidad de hacerle notar su presencia de un modo más formal.
Cuando él bajó de su corcel como un valiente montador de caballos, y una filosa y estrepitosa mirada provocadora, ella sonrió con un gesto de amabilidad muy común en su persona.
—Vaya hermanito, tú si que no pierdes el tiempo —Bromeó dejándome como un idiota.
—Oh, lindo cumplido —se aventuró Gala tendiéndole la mano, cuando Andrés se la tomó para besarle sin siquiera mirarla. Sus ojos estaban puestos en Savannah, la criada de Galadriel.
—Por supuesto, además huele fenomenal —contestó Andrés, guiñándole un ojo persuasivo.
Mi amiga de cabello claro como la luz le dirigió una mirada de desconcierto, cuando entendió tardíamente que no se refería a ella con no perder el tiempo, sino que hablaba de Savannah, que estaba en su mundo y seguía recogiendo flores, sin darse cuenta que mi hermano había llegado.
Esas fueron una de los tantos desplantes que solía hacer Andrés, con total sutilidad, o al menos eso creía él, porque lo que me concernía, yo mismo podía decir que de sutil no tenía nada. Claro que en ese entonces todo era muy remoto, y apenas estaba enterado de la verdadera naturaleza que se escondía tras ese bello rostro de hombrecito inglés.
Pero ahora mismo, en la actualidad, me encontraba al lado de mi amiga, que prevaleció en el tiempo soportando mis idas y vueltas, mis problemas.

— ¡Hoooolaaaaaaaaa! —Me dijo trayéndome en sí— ¡por favor por favor por favor! —seguía pidiendo.
— ¿Por favor qué? —Pregunté. No era complicado que yo empezara a volar por los aires recordando épocas pasadas. Lo cierto era que Galadriel estaba empecinada con hacer de las suyas, lo que se traduce fácilmente a salir a algún lado, cuando sabía muy bien que prefería quedarme en casa.
— ¿En qué estabas pensando, eh? —Quiso saber.
—No tiene importancia.
—La tiene si te lo estoy preguntando.
— ¿Qué más da Gala? De todas formas no iré a ningún lado contigo.
— ¿Conmigo-conmigo, o en general? —me preguntó de una forma totalmente infantil, me desarmaba, lo juro.
—Contigo-Contigo —repetí de forma sobradora pero bromista.
—Ufff —resopló cruzándose de brazos y acomodándose en el diván.

A estas alturas, yo seguía tratando de que ella se fije en mi hermano. No era muy difícil, Gala se mostraba respetuosa e inclusive colaboraba, pero era totalmente complicado cuando, para empezar, conocer el paradero fijo de Andrés era más difícil que hacer romper el voto de castidad a un cura que recién tomaba el hábito. Claro que conocía como estos se dejaban llevar por el flujo carnal y terminaban cediendo, lo cual me dio amplias expectativas para que algo así sucediera con él.
El timbre sonó y me levanté como una luz para abrir la puerta, eran dos las personas que venían hasta aquí —tres, me corregí cuando pensé en Franco— Galadriel era la primera, y por descontado, mi pequeño hermano.
Cuando abrí la puerta y le vi la cara un temblor recorrió mi espina dorsal, Gal ya estaba a mi lado husmeando junto a mí quién era nuestro visitante.
Andrés.
Y no sólo él.
Andrés y una terrible cara de «bebí de más, todavía huelo a vicio» pero con una suficiencia perturbadora. Enserio, daba miedo.
Llevaba el cuello de su camisa blanca desabotonada y unos jeans negros ajustados bien ceñidos al cuerpo. Por supuesto que no traía abrigo y en cuanto traspasó el umbral de la puerta se echó en el sillón cruzando sus piernas.
Genial. Además de haberse empachado de sangre, tendría que aguantar su mal humor.
Gala no pasaba de largo la adicción de mi hermano (¡que graciosos que te llamen adicto por ingerir lo único que te da vitalidad en esta vida!) pero aún así tío, sería la madre de las satisfacciones que alguna vez este cristo que tengo por hermano deje con vida a alguna.

— ¿Tuviste un mal día? —preguntó Galadriel a mi hermano, con dulzura.
Él la miró a los ojos, afilando su mirada con ella. Bien, me parecía por demás rudo y me daban ganas de darle un buen castañazo en los dientes, sin embargo trataba de evadir la situación, jodido, jodido cabrón.
Él seguía sosteniendo la vista y resopló antes de contestar.
—Mal día. Mal mes. Mal año —se quejó con el ceño fruncido y continuó con un tono al que yo llamaría sarcasmo puro y en estado de erupción— ¡maldita sea, mal siglo! —finalizó, burlón.
Con el ceño fruncido y una leve mancha de sangre en la solapa del cuello de su estúpida camisa.
— ¿Podríamos hacer algo para remediarlo? —quiso saber ella con total inocencia. Si de algo se encargaba Galadriel, era de hacer que la vida de cuanta persona se le cruce sea algo agradable.
Mi hermano miraba sus uñas, las elevó al aire, dio vuelta su mano, la volvió a girar, apoyó el codo en el respaldo del sillón donde estaba sentado en completa cercanía con Gal y le sonrió como un felino dispuesto a atacar a su presa.
—Tú y yo —volvió a sonreír, de forma seductora, si me preguntan a mí lucía algo imbécil— esta noche tenemos una cita —se levantó y esta vez se dirigió hacia mí, que lo miraba sin comprender cuanta facilidad tenía para convencer a una mujer, incluso de la clase de Gala, totalmente medida y ubicada— dime tú, hermanito preferido —siempre le gustaba decirme así, a pesar que era el mayor y los diminutivos no cuadraban— dime que me prestas la ducha un rato, apesto.
Sin siquiera dejarme contestar, caminó directo al baño.
Buenísimo, ahora el psicótico de mi hermano y mi mejor amiga, de la cual yo cuidaba sin tener por qué puesto que una vampiresa podría encargarse por si sola de su seguridad, iban a salir juntos.
Al menos yo podría quedarme hasta tarde leyendo. Las mierdas sobre vampiros que me recomendó Gala en tono de chiste a veces hasta eran divertidas.
¡Genial!

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